A la sombra de dos tiranos

Uno se despierta pensando que vive en una democracia y, al abrir la prensa, es sencillo darse cuenta de que el Estado Español está sometido a los caprichos de sátrapas foráneos. No, hoy no me refiero a los especuladores financieros que dictan las reformas laborales a punta de pistola ni a la Alianza Atlántica bajo cuya bandera combaten el mal nuestros reclutas. Esos mandamases de chicha y nabo no llegan a la suela de los zapatos en lo que a influencia en Moncloa se refiere a dos tunantes que responden al cargo de monarca absoluto. Mohamed VI y Benedicto XVI son los que de verdad cortan el bacalao y no esos incautos de las Cortes. Si no me creen, repasen el pasado fin de semana. Todo comenzó en un avión pagado con nuestro dinero. En su asiento de primera clase, el ayatollah de los católicos clamó contra "el rampante laicismo" que, según él, conducirá a este país a la debacle moral y social. Al bajarse del avión, en plenos fastos multimillonarios -acertaron, pagados con nuestras nóminas- Joseph Ratzinger continuó su monserga ante menos de la mitad de los fieles previstos en la capital de mi país y en la de Cataluña. La pobre afluencia de público no mermó un àpice la verborrea papal, que acusó al gobierno de falta de religiosidad y de apartar a las mujeres de su sacrosanta misión, la de guardar la casa y cuidar a la prole.



Las palabras opresión, odio, vergüenza y persecución salieron de su boca, y no se refería a los miles de pederastas que oculta el Vaticano bajo palio. Benedicto XVI tiene autoridad para hablar de persecución, como voluntario de las SS y antiguo cardinale in capo de la Santa Inquisición. Como monarca absoluto que es del reino de los cielos -que en la práctica son cuatro calles de Roma- a Benedicto le choca que aquí dejemos que los ateos campen a sus anchas y las mujeres vayan en pantalones a su trabajo. Su nostalgia es para la que fue reserva espirutal de Europa y su odio para la democracia que el papado ayudó a derrocar. Y ante tal diatriba machista y rancia, el famoso ejecutivo de la paridad, la igualdad y las bodas gays no supo hacer nada mejor que musitar reproches velados. Lo mismo que cuando se les piden explicaciones de cuánto dinero de nuestras arcas engrosa las jugosas cuentas vaticanas en Suiza. Por mucho que se diga, el Papa sólo viene a reclamar lo que es suyo, lo que todos nuestros gobiernos le han otorgado siempre, la cartera, la otra mejilla y, si te descuidas, un pellizco en las nalgas.



Pero el poder de achantar seudoprogres con cargo del papa teutón no es nada comparado con el de nuestro primo, el autócrata del otro lado del Estrecho. Poco después de que Ratzinger abandonase el país, Mohamed VI ordenó a sus ejércitos que arrasasen el campamento de protesta saharahui de Gdem Izik. De las 26.000 personas que allí se encontraban, 11 fueron asesinadas a tiros, 159 desaparecieron en los calabozos y más de 700 fueron heridas. Uno de los fallecidos, del que se llegó a decir que era un narcotraficante ligado al terrorismo, era sólo un niño de 14 años. No contento con eso, armó a los colonos alahuitas para que arrasasen los barrios de mayoría saharahui de la capital, El Aaiún, mientras sus medios silenciaban la verdad vergonzosamente, como Le Matin en Casablanca, o inventaban un mundo paralelo en el que reinaba la calma y las loas al monarca, como Aujourd'hi Le Maroc. Todo ello intercalado con hipócritas llamadas a la solidaridad con la intifada palestina. Es de entender que la prensa de un régimen torpemente camuflado como parlamentario sirva a los intereses de su dueño y señor, incluso que los servicios secretos de Rabat torpedeen los únicos medios saharahuis libres en su exilio en los campamentos de refugiados de Tinduf. Sin embargo, el servilismo más ruín e inexplicable viene de mucho más cerca.



El diario El Mundo hablaba ayer de intifada saharahui y no de masacre marroquí y, en la otra acera, El País inventaba nuevos niveles de neutralidad para editorializar sin mojarse. Esa técnica de los chicos de Prisa, que luego no sirve para que a sus reporteros se les permita entrar al Sáhara, la han aprendido bien de sus amigos de Ferraz. La ministra Trini, la de la chupa de cuero y el compromiso con el diálogo internacional, cayó muy bajo asegurando que España no tenía nada que decir sobre un asunto interno de un vecino y aliado. El mismísimo jefe del Ejecutivo tampoco tuvo reparo en señalar que Marruecos no estaba violando los derechos humanos, distraído como está pensando en saborear las mieles de la fama en la cumbre del G20 de mañana. Quizás sea porque el gobierno sabía con cinco días de antelación que Marruecos iba a borrar del mapa la protesta independentista, como hoy se puede leer en la prensa.


Quizás porque, siempre que se trata del reino alahuita, los políticos españoles callan y agachan miserablemente la cabeza. ¿Qué le debe el estado español a Rabat? ¿Qué influencia internacional tiene ese narcoestado para decidir nuestra política exterior? La política racista y totalitaria que se reprocha a Irán, tiene pábulo en las entrañas de Moncloa y también del Elíseo parisino. Algunos apuntan a la vieja amistad que une a los reyes marroquíes con EEUU, otros señalan al papel de barrera ante la inmigración y aún hay quien recuerda su poder sobre caladeros de pesca que alimentan a toda la Península. Nada de ello justifica envainarse los derechos humanos y el respeto a la vida. Por menos que eso se bombardeó a Libia, se asfixió a Serbia e invadieron Irak. Será que esta vieja España, a fuerza de alimentar reyes y caciques, le ha cogido el gusto a ser el escudero de los tiranos.

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