Same old song


Nueva Orleans de nuevo bajo la tormenta. Justo ayer se cumplieron siete años desde que el huracán Katrina arrasó la ciudad, inundando el 80% de su superficie y dejando el resto en manos de la suerte. Hoy, los medios proclaman que la ciudad se ha salvado de una nueva catástrofe pero, como hace siete años, están olvidando parte fundamental de los hechos. El huracán Isaac, un fenómeno de menor fuerza que el Katrina y que descendió a categoría de tormenta tropical en cuanto tocó tierra, ha conseguido rebasar parte de los diques que el gobierno aseguró que mantendrían la ciudad a salvo durante siglos. La parroquia de Plaquemines, al norte, ha sido inundada de nuevo, devolviéndonos a la retina imágenes de hace siete años. Casas sumergidas hasta la segunda planta, familias subidas a los tejados esperando el rescate y supervivientes apiñados en barcazas. El horror que juraron haber solucionado se repite de nuevo y no es descabellado pensar que otra tormenta de potencia similar al Katrina vuelva a arrasar Nueva Orleans, quizá para siempre. No en vano la llaman "the city that care forgot".


Hoy hace siete años, la entonces gobernadora demócrata de Louisiana, Kathleen Blanco, ordenó la evacuación total de la ciudad, incluidos los barrios que no habían sido afectados por el Katrina. Días antes, los residentes habían sido conducidos al Superdome para que se refugiaran, confinando en un espacio inhóspito a más de veinte mil personas y permitiendo que la ley del más fuerte fuese degenerando. Robos, violaciones y peleas bajo la mirada inmóvil de trescientos guardias nacionales, cuya única misión era la de evitar que los refugiados, casi todos ellos negros, abandonasen el estadio. Uno de los evacuados se arrojó al vacío desde las gradas más elevadas, sobrepasado por la devastación y la degradación de lo que fue su hogar. Poco después, Blanco pidió al gobierno federal y a los estados vecinos el envío de tropas para frenar los saqueos. Lo que recibió fue a 24.000 soldados recién llegados de Irak que impusieron su ley sin cortapisas legales o constitucionales. Los 10.000 millones de dólares en ayudas prometidas por Washington tardaron casi cuatro años en llegar y se invirtieron en remozar el centro financiero de la ciudad y en unos diques irrompibles que ayer reventaron en dos tramos. 


El actual gobernador republicano de Louisiana, Bobby Jindal, ya ha pedido a la Casa Blanca más ayuda para paliar los daños. El huracán Isaac ha complicado mucho el plan de gentrificación de Nueva Orleans, con el que la clase política y los promotores prentenden convertir el sur del estado en una nueva Florida a la que acudan a jubilarse plácidamente ancianos acomodados de todo el país. Su plan es sencillo. La reconstrucción tras el Katrina se hizo a expensas de la población más pobre y con la finalidad de decolorar racialmente una ciudad en la que cuatro de cada cinco habitantes son negros. Por ello, algunos barrios que resistieron intactos a la tormenta han sido derribados y se ponen trabas burocráticas a quienes regresan desde Baton Rouge o Houston, como se muestra en la serie de David Simon, Treme. Pone la piel de gallina internarse en el Ninth Ward y ver como nueve de cada diez parcelas albergan viviendas en ruinas o simplemente cimientos desenterrados. Sin embargo, su plan para atraer rentas más altas a la ciudad falla en el mismo punto en el que los diques no soportan el embate de la crecida en el rio Mississippi y el lago Pontchartrain. Su codicia urbanística no había previsto la necesidad de construir barreras duraderas. Por eso, en Nueva Orleans, los meses de agosto acaban en tragedia. Inexplicablemente, no dejo de pensar en volver, mientras quede algo en pie. Sé que merecería la pena porque, de algún modo, sé que la Crescent City seguirá ahí, negándose testarudamente a convertirse en ruinas para turistas.


El lustro robado


Hoy, 9 de agosto, se cumplen cinco años desde el comienzo de la crisis. Aquel día aprendimos los que significaba subprime y comenzamos a ver como sumas multimillonarias de dinero público comenzaban a trasvasarse desenfrenadamente al sector financiero. Un 9 de agosto de 2007, el Banco Central Europeo y la Reserva Federal de EEUU inyectaron 90.000 millones de euros en los mercados, después de que el banco francés BNP Paribas reconociese que 3 de sus fondos se habían vaciado completamente. A partir de ese momento, comenzó la cuesta abajo. Tras varios años jugando con fuego en los mercados de derivados, muchos bancos y fondos de inversión comenzaron a venirse abajo. Primero fue el británico Northern Rock, que solicitó ayuda estatal en septiembre de ese mismo año y fue finalmente nacionalizado en febrero de 2008. El verano siguiente, fue el turno de las prestamistas estadounidenses Freddie Mac y Fannie Mae, que sirvieron de teloneros del gran batacazo financiero, el de Lehman Brothers. En aquellos días, nos dijeron que todo estaba resuelto, que el mercado se autoajustaría por sí solo y que era necesaria una reforma ética del capitalismo. Todo mentira, evidentemente. Pocos meses después, la crisis se trasladaba del sector financiero al estatal con el descubrimiento del enorme fraude contable en las finanzas públicas de Grecia. Y el resto ya es sobradamente conocido. Dinero público sale de las arcas del estado para sanear a los bancos y éstos emplean los fondos en seguir especulando en lugar de ofrecer créditos a la economía real.


Aún hoy, cinco años después, seguimos escuchando que la crisis no es producto de la avaricia desmedida de eso que se conoce como mercados. Según los iluminados de la economía en crisis, la culpa es del ciudadano, ese que pidió créditos sin saber si podía pagarlos hasta ahogarse en plazos y letras. Todos lo hemos visto, empleados con contratos temporales comprándose una segunda vivienda y las autopistas plagadas de Audis y Porsches Cayenne. Pero esta supuesta verdad no es del todo cierta. Según un estudio recientemente publicado por ATTAC, el 49'9% de los hogares españoles no tenía ningún tipo de crédito o deuda en 2008, por lo que de ninguna manera pudieron provocar el colapso bancario ni endeudarse por encima de sus posibilidades. Por otra parte, analizando los datos del 50% restante, se ve claramente como la mayor carga de deuda corresponde a las rentas más elevadas, del mismo modo que podemos comprobar que la mayor parte de la deuda privada corresponde a empresas y no a particulares, y de esas empresas endeudadas, el 95% cuentan con más de 250 trabajadores. 


Existe un enorme interés en desviar la atención del problema de fondo, que es la incapacidad del sistema económico para evitar su propio colapso. Gracias a la desregulación financiera que iniciaron Ronald Reagan y Margaret Thatcher en los 80 y que continuaron Bill Clinton, Tony Blair y todos los presidentes del gobierno español en los años siguientes, la banca de inversión emplea fondos de la banca convencional para enriquecerse con complejos productos financieros. Hipotecas subprime, credit default swaps y preferentes son bombas de relojería que reventaron en sus manos, pero todos estamos obligados a pagar los desperfectos. A nadie parece importarle que, tras cinco años intentando tapar el problema con dinero de los servicios públicos, el agujero es cada vez más grande y la recesión parece retroalimentarse. Nadie parece darse cuenta de que toda la riqueza no se ha destruido, sino que se concentra cada vez en menos manos, en fondos opacos, en sicavs exentas de impuestos y en cuentas de paraísos fiscales. 


Por eso, cuando sube el paro o el IVA o se desmantela algún pedazo del estado del bienestar, los iluminados de la crisis se apresuran a repartir culpas entre todos, no vaya a ser que nos dé por enfadarnos de verdad y comencemos a exigir responsabilidades a los banqueros irresponsables, los políticos cómplices, los grandes evasores de impuestos o a los que se divierten inaugurando con fondos públicos aeropuertos sin aviones. Y, a decir verdad, tienen razón, llevan cinco años robándonos a manos llenas y no hemos sido capaces de ponerle remedio. Nuestra indiferencia sí está por encima de nuestras posibilidades. Un lustro después, comenzamos a ver cada vez más cerca la pobreza y preparamos las maletas para emigrar, mientras continúa la barra libre de dinero público. No saber decir basta al expolio sí que es culpa nuestra. No haber aprendido nada en estos cinco años es culpa nuestra. Para todas las demás responsabilidades, hagan caso al gran Lester Freamon, miren hacia arriba y sigan el rastro del dinero.

Complejo de superpotencia

 
Mientras EEUU repliega lentamente su presencia militar global y la economía arrastra a Europa por el fango, China continúa su marcha inexorable para convertirse en primera potencia mundial. Su crecimiento económico anual ronda el 10% desde hace lustros pese a que se basa en un sistema desequilibrado que permite grandes fortunas y salarios de miseria, mientras el resto del mundo coquetea con la recesión. Las grandes compañías internacionales, como Apple, mantienen macrofactorías en las ciudades del interior de China, de esas en las que se instalan redes en bajo las ventanas para evitar los suicidios, mientras Shanghai o Hong Kong viven de pleno el capitalismo de mercado. A este poderío financiero se le suma un estado totalitario y el mayor ejército del mundo pero falto de actividad. Por el momento. Pekín ve cercano el momento de reemplazar a EEUU en el puesto de primera potencia económica, un fenómeno que el Banco Mundial prevé para los próximos diez años. Pero la primacía financiera no es suficiente para los jerarcas chinos, que recelan de amplia presencia de tropas estadounidenses en su esfera de acción. Para superar ese complejo de inferioridad bélico, el gigante asiático ha anunciado un incremento de su presupuesto militar por encima del 11% este año, duplicando su gasto en defensa respecto a 2006 y en espera de volver a duplicarlo en 2015. Pekín sigue negando que se trate de una carrera armamentística, sino una necesidad nacional de cara a defender sus intereses económicos y territoriales.

 
China mira a su alrededor y enseña los dientes. Alejada de conflictos ajenos en Afganistán o Irak, la batalla para la que el ejército chino se prepara se librará en sus costas. Tras años centrando sus esfuerzos en reprimir el separatismo uigur y tibetano en su frontera occidental, la armada china centra ahora sus esfuerzos en el Pacífico, la nueva frontera crucial en la que sus intereses se encuentran directamente con los de Washington. Observando el mapa de la región Asia-Pacífico, Pekín se ve rodeada por aliados del Pentágono como Japón, Corea del Sur, Australia, Taiwan, Filipinas o Tailandia, mientras que viejos amigos como Vietnam, Indonesia o Malasia se muestran cada vez más beligerantes. Prueba de ello es el conflicto del Mar del Sur de China, en el que hasta seis países se disputan la demarcación de las fronteras. Estas aguas, por las que transcurre el 50% del tráfico global mercante, albergan reservas de petróleo y gas comparables a las de Kuwait o Qatar y el 8% de las capturas pesqueras globales. El 80% de las importaciones energéticas chinas y más de un billón de dólares en comercio estadounidense atraviesa el estratégico estrecho de Malaca. Por eso, EEUU y China parecen haber elegido este escenario como primera etapa en la lucha por la hegemonía global. Los halcones del Ejército Popular desplegaron a principio de año un contingente militar desde el Índico al Pacífico y han reclamado la totalidad de las aguas en disputa, lo que ha sido contestado por el Pentágono reforzando con tropas y armamento sus bases militares y ampliando los fondos a los enemigos directos de China en la región. Entre estos nuevos amigos de EEUU está nada más y nada menos que Vietnam, que en los setenta repelió la invasión yanqui y en los ochenta defendió sus aguas territoriales en varias batallas navales contra el imperio chino.


El futuro del Mar del Sur de China, o Mar de Filipinas Occidental, según a quién se le pregunte, puede decidir el próximo liderazgo mundial. El modelo de dominio unilateral desde Washigton podría dejar paso a otro capitaneado por Pekín o a un nuevo orden multilateral en el que las potencias emergentes pueden tener mucho que decidir. De China depende si su poderío económico se dispersará en aventuras militares como las del imperio americano. De momento, sus complejos de inferioridad militar pueden limitar el desarrollo de un país que, más que victorias bélicas, necesita urgentemente libertad política y dignidad laboral.
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